Narrativa / Ilustraciones
Con los ojos llenos de fuego
Hace cien años moría Franz Kafka. Una desobediencia sostiene esta historia: ya enfermo, le encomendará a Max Brod que se deshaga de sus papeles inéditos; pero este jamás lo hará, y lo que sigue es archiconocido. Esta irreverencia soslayará una impostura, y su amigo y albacea nos legará un Kafka parcial –“una hagiografía”, se excederá Kundera– que no se condice con su mundo de imaginaciones, sino que entre las peripecias de una vida y una escritura “extrae mensajes religiosos, descifra parábolas filosóficas”.
Con los ojos llenos de fuego propone la traducción de nueve relatos kafkianos, algunos de sus dibujos y, acaso, una declaración de intenciones: “Implica asumir, en cambio, una posición discursiva explícita respecto de los modos de producir conocimiento (…) Traducir a Kafka desde una perspectiva situada, a cien años de su muerte, enriquece el corpus de traducciones y, ojalá, acerque la obra a nuevas generaciones de lectores”. La selección de relatos, tan meditada como antojadiza; la opción por la variante dialectal: una cordobesa y una montevideana se inclinan por las formas rioplatenses, y los “garabatos” de Kafka que acompañan los relatos, resultan un acto de demolición de la lectura esclerosada en torno a una literatura inmensa, una renovación de la lectura, pues, decía Borges, “el concepto de texto definitivo no corresponde sino a la religión o al cansancio”.
Traducir es también construir identidades, y la historia de esas identidades. No en vano, Borges, creador de artificios, avizora en el checo la chance de forjar una tradición. Y a contramano de los primeros comentadores de Kafka por estas orillas, insiste en su invención y en el carácter onírico de sus relatos. En esa astucia se explican algunos gestos de Di Benedetto, Lamborghini, Levrero, Felisberto Hernández u Onetti, entre tantos.
Los dibujos trazan formas vagas, grotescas, con fuerza propia, como jeroglíficos personales e ininteligibles –así los llamaba Franz, según Janouch, el de la memoria infinita–, líneas en fuga sobre un vacío de blanco, apenas sujetas al borde de la hoja, pues advierten grietas de la escritura, para escabullirse, para irse-de-acá. ¿Será posible? Las trampas son muchas: una puerta no se abre, la meta se hace improbable. Sobre el borde de esa hoja, que es el vacío, Kafka se asoma y eleva la cuerda por encima de nuestras fortalezas, y nos hace tropezar.
Pablo S. Montilla
En el centenario de la muerte de Franz Kafka, “Con los ojos llenos de fuego” reúne una selección de cuentos breves acompañados por ilustraciones del propio autor, inaccesibles durante décadas.
Traducción del alemán de Micaela van Muylem y Leticia Hornos Weisz.
Franz Kafka (Praga, Imperio austrohúngaro, actual capital de República Checa; 3 de julio de 1883-Kierling, Austria; 3 de junio de 1924) fue un escritor bohemio en lengua alemana. Escribió las novelas El proceso, El castillo y El desaparecido), la novela corta La metamorfosis y un gran número de relatos cortos. Además dejó una abundante correspondencia y escritos autobiográficos. Su peculiar estilo literario ha sido comúnmente asociado con la filosofía artística del existencialismo y el expresionismo.
Con los ojos llenos de fuego, Franz Kafka
Narrativa / Ilustraciones
Con los ojos llenos de fuego
Hace cien años moría Franz Kafka. Una desobediencia sostiene esta historia: ya enfermo, le encomendará a Max Brod que se deshaga de sus papeles inéditos; pero este jamás lo hará, y lo que sigue es archiconocido. Esta irreverencia soslayará una impostura, y su amigo y albacea nos legará un Kafka parcial –“una hagiografía”, se excederá Kundera– que no se condice con su mundo de imaginaciones, sino que entre las peripecias de una vida y una escritura “extrae mensajes religiosos, descifra parábolas filosóficas”.
Con los ojos llenos de fuego propone la traducción de nueve relatos kafkianos, algunos de sus dibujos y, acaso, una declaración de intenciones: “Implica asumir, en cambio, una posición discursiva explícita respecto de los modos de producir conocimiento (…) Traducir a Kafka desde una perspectiva situada, a cien años de su muerte, enriquece el corpus de traducciones y, ojalá, acerque la obra a nuevas generaciones de lectores”. La selección de relatos, tan meditada como antojadiza; la opción por la variante dialectal: una cordobesa y una montevideana se inclinan por las formas rioplatenses, y los “garabatos” de Kafka que acompañan los relatos, resultan un acto de demolición de la lectura esclerosada en torno a una literatura inmensa, una renovación de la lectura, pues, decía Borges, “el concepto de texto definitivo no corresponde sino a la religión o al cansancio”.
Traducir es también construir identidades, y la historia de esas identidades. No en vano, Borges, creador de artificios, avizora en el checo la chance de forjar una tradición. Y a contramano de los primeros comentadores de Kafka por estas orillas, insiste en su invención y en el carácter onírico de sus relatos. En esa astucia se explican algunos gestos de Di Benedetto, Lamborghini, Levrero, Felisberto Hernández u Onetti, entre tantos.
Los dibujos trazan formas vagas, grotescas, con fuerza propia, como jeroglíficos personales e ininteligibles –así los llamaba Franz, según Janouch, el de la memoria infinita–, líneas en fuga sobre un vacío de blanco, apenas sujetas al borde de la hoja, pues advierten grietas de la escritura, para escabullirse, para irse-de-acá. ¿Será posible? Las trampas son muchas: una puerta no se abre, la meta se hace improbable. Sobre el borde de esa hoja, que es el vacío, Kafka se asoma y eleva la cuerda por encima de nuestras fortalezas, y nos hace tropezar.
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